De familia senatorial, fue prefecto de Roma. Después de la muerte de su padre consagró su inmensa fortuna a fundar monasterios y obras pías, y él mismo tomó el habito de monje en la orden Benedictina.
Elevado a pesar suyo, al Sumo Pontificado, en 590, dirigió con vigorosa mano el timón de la nave de Pedro. Reformó las costumbres en Roma; mandó misioneros a Inglaterra; tuvo el consuelo de ver el fin del Arrianismo, con la conversión de los Visigodos de España y de los Lombardos de Italia; se opuso con firmeza a la arrogancia de los emperadores y de los patriarcas de Constantinopla; perfeccionó el culto sagrado y el canto litúrgico, apellidado por eso canto Gregoriano. En varias ocasiones salvó del hambre a Roma y a Italia y mereció ser llamado el tesorero de los pobres. Fue San Gregorio, quien empleó por primera vez el título de Siervo de los siervos de Dios, que han usado hasta hoy sus sucesores en sus documentos más solemnes; ese título lo tomó para rebatir las pretensiones de Juan el ayunador, obispo de Constantinopla, quien firmaba y se hacía llamar Patriarca ecuménico.