Los resultados fueron contrarios a sus propósitos: buena parte de los monjes y del pueblo, conducidos por San Juan Damasceno, pusieron sus ojos en Roma. Mas tarde la viuda de león IV, Irene, convocó el segundo concilio de Nisea (787) en el que fue condenado definitivamente el iconoclastismo.
Los emperadores siguientes continuaron la lucha, pero tuvieron al fin que rendirse, lo que hicieron fácilmente, pues habiendo quedado muy reducido el número de los monjes, éstos hicieron lo que los emperadores deseaban: someterse a los obispos.
Fallado su proyecto de boda con Irene, Carlomagno había planeado otro: el de acusar al emperador de Bizancio de hereje porque en aquellos momentos veneraba las imágenes. Un emperador hereje no podía pretender ni continuar en el trono ni, mucho menos, ser sucesor del trono de occidente. Pero erró en esto, pues precisamente el papa acababa de aprobar la doctrina de la veneración de las imágenes. Molesto Carlomagno, envió al papa los llamados Libros Carolingios, en los que le daba lecciones de teología. Esto ocurría en el año 792. En dichos libros, además, defendía la doctrina del "Filioque", que por tantos avatares tenía que pasar.
Filioque es una palabra
latina que significa "y del hijo", poniendo el énfasis
en la conjunción "y". Consistía en confesar que el Espíritu Santo,
en la Trinidad, procede del Padre y del hijo. Pero los bizantinos no admitían esta
fórmula sino que querían esta otra: "Procede del Padre por el Hijo". En
realidad lo que estaba en juego era la rivalidad cada día entre oriente y
occidente. Carlomagno hizo de esta partícula una nueva política.
Metiéndose a papa, ordenó a todos los obispos de las diócesis francas
el rezo de dicha frase en el Credo de la misa, a pesar de la posición manifestada
tanto por Adriano I como por león III. Pero la partícula, convertida en
certificado del poder del emperador, se impuso con el tiempo en todo el Occidente,
aprobada, finalmente, por el Papa, y rechazada siempre en oriente por su
significación política.
Carlomagno, al igual que
sus modelos, fue un sanguinario. Se vengó de la
insurrección de los sajones, haciendo matar a más de cuatro mil en un solo
día; condenando a muerte, después, al que no quería recibir el
bautismo, al que robaba en una iglesia y al que no observaba el ayuno. Contra estas
inhumanas medidas protestaron el mismo protegido suyo, Alcuino, y el papa Adriano I. Al
lado de estos defectos tuvo, sin embargo, grandes cualidades, la principal de las cuales
fue el sincero deseo de servir a su pueblo y a todos los pueblos que le estaban sometidos
y, en segundo lugar, su amor a la cultura. Tanto fue así que la historia conoce
estos esfuerzos con el nombre de "Renacimiento Carolingio". De este tiempo fueron
Teodulfo, obispo de Orleáns, y el lombardo Pablo el diácono.
Dispuso que todas las
diócesis tuvieran su escuela episcopal para dar
enseñanza primaria. Algunas de estas escuelas alcanzaron el nivel de
auténticas universidades como Fulda, Tours y Saint Gall. Estimuló a los
monasterios para que se convirtiesen en centros culturales, sugiriéndoles la copia
de los códices antiguos y el estudio del arte de la antiguedad. De acuerdo con sus
aficiones clericales, encargó personalmente libros litúrgicos a Roma y dio
impulso al canto litúrgico.
Hasta hizo redactar
sermonarios para uso de los
párrocos poco instruidos para que, con la ayuda del libro, predicasen el
sermón a los fieles en la santa misa. Quiso que todo ciudadano supiera recitar el
padre Nuestro y el Credo. Con cierta razón fue llamado en tono de elogio, ya en
vida, sacerdote.
Para organizar los estudios
trajo de Italia al célebre monje benedictino
Alcuino, nacido en York de Inglaterra. En su palacio de Aquisgrán se reunían
los principales representantes del saber que era posible reunir en su tiempo. Siendo ya
viejo, aprendió a escribir junto con sus hijos. Hay que anotar que el clima de
cultura por él creado fue, antes que otra cosa, una cultura para especialistas,
poco popular; pero su mérito es innegable. Desgraciadamente aquella obra era
demasiado personal, de manera que poco después de su muerte, se vino abajo como un
castillo de naipes.
Carlomagno nombraba a los
obispos y abades, que se convertían en agentes de su
autoridad. De los dos "missi-Dominici" o inspectores imperiales, uno de ellos
tenía que ser un eclesiástico. Para ganar cada vez con mayor ahínco
el apoyo de la iglesia, Carlomagno regaló muchas tierras a los monasterios e
incluso concedió la exención de impuestos a los que ya poseían.