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Santos Felipe y Santiago el menor
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Aclaraciones * Mientras no se indique algo diferente, las narraciones de los Santos, han sido tomadas de la 4ta edición del "Año Cristiano" de Fray Justo Pérez de Urbel, publicada en 1951. (Ediciones FAX. Madrid, España) * Los santos canonizados en años posteriores, se tomarán de otras fuentes, y se irán añadiendo progresivamente al Santoral. Derechos Si alguien, reclamando los derechos legales de esta obra, o de las imágenes aquí utilizadas, desea que se suspenda su publicación, por favor diríjase a Correo HDV. |
![]() San Felipe Neri (Sebastiano Conca)
SAN FELIPE NERI
Presbítero (1511-1595) Fundador de la congregación del oratorio. Patrono
de Roma (Italia)
Memoria obligatoria 26 de mayo
De niño corría por las calles de Florencia, crecía en un hogar piadoso y bien acomodado, y, aunque no era travieso, y ya entonces le solían llamar Felipe el Bueno, hacía también alguna trastada, como subirse a un asno que por casualidad habían dejado a la puerta de su casa y galopar sobre él hasta que el animal lanzaba dos corcovos, bajaba el cuello, meneaba las orejas y tiraba al suelo su pequeña carga. Entonces Felipe, como todos los niños, lloraba. Ya adolescente, pasa a San Germano, al pie de Montecasino, como ayudante de comercio, al lado de un tío suyo. Los escudos brillan en sus manos, pero el joven los desprecia. «Felipe no será nunca un buen comerciante—dice su tío con pena—; yo se lo dejaría todo en herencia si no fuese por esa manía de rezar.» Efectivamente, más que entre las mercancías, el joven vivía en las iglesias; y cuando algún muchacho se presentaba en la tienda, en vez de regatear con el fin de hacer un buen negocio, como acostumbra todo buen comerciante, Felipe se entretenía preguntando a sus clientes si sabían el Padrenuestro, si había uno o tres Dioses, si habían comulgado por Pascua florida y otras cosas semejantes. él mismo comprendió que no estaba hecho para aquello, y un buen día, sin despedirse de nadie, desapareció de casa y tomó el camino de Roma. Tenía entonces veinte años.
A los treinta años el estudiante abandonó los libros y se entregó por completo a las obras de caridad. Las noticias que llegan a Roma de las proezas apostólicas de San Francisco Javier le deciden a marchar a las Indias para predicar el Evangelio; pero cuando se dispone a poner en práctica su proyecto, oye una voz que le dice: «Felipe: la voluntad de Dios es que vivas en esta ciudad como si estuvieras en un desierto.» Desde entonces se le ve buscando a los pobres y a los peregrinos, para darles comida y alojamiento, para instruirles y guiarles a través de las basílicas de Roma. Camina de basílica en basílica, visitando los altares, buscando a los hombres piadosos y entreteniéndose con los mendigos que piden limosna a la puerta. él mismo duerme en los pórticos y en las sacristías. Le gusta, sobre todo, andar con los niños y los jóvenes. Les recoge, les procura piadosas diversiones, conciertos y alegres paseos, que él sabe transformar en peregrinaciones. él mismo juega con la tropa infantil, la adiestra en la carrera, en la música y en la declamación. Aún se visita el pequeño oratorio, donde pasaba largos ratos con San Carlos Borromeo, San Camilo de Lelis, San Ignacio de Loyola y San Félix de Cantalicio. Allí, bajo una eminencia del Janículo, que domina toda Roma; y que fue transformada por él en anfiteatro, a la sombra de los árboles, hacía representar a los muchachos pequeñas comedias, propias para inspirar la piedad y la virtud. Era una manera de santificar y ennoblecer el arte. Solía decir: «La experiencia enseña que, alternando los ejercicios serios con los espectáculos agradables, se atrae lo mismo a los pequeños que a los grandes. ¿Acaso nuestro Señor no se servía de estas redes para cazar las almas?» Era un verdadero sembrador de alegría. «Jugad—decía a su tropa—, gritad, divertíos; lo único que os pido es que no cometáis un solo pecado mortal.» Y cuando le preguntaban cómo podía resistir la algazara infernal de los chiquillos, contestaba: «Con tal de que no ofendan a Dios, pueden cortar leña sobre mi espalda, si les place.» A los cuarenta años, el catequista, ordenado de sacerdote, se hace director de almas. Jamás se vio un confesor más paciente, más amable, más sugestivo; jamás se vio tan formidable cazador de almas. Su gran preocupación era que nadie se despidiese triste, que nadie se desalentase, que ningún pecador desconfiase de convertirse. Y con la dulzura, solía decir, se consigue más que con la aspereza. A una dama que le preguntaba si podía llevar zapatos con altos tacones para parecer más alta, dióle esta respuesta: «Llévelos, hija mía, llévelos, pero cuide de no caerse.» Muchos de sus penitentes, llevados del deseo de recoser su doctrina, iban diariamente después de comer al hospital donde el santo tenía su residencia. Felipe los recibía en una habitación, se sentaba en el borde de su cama y se entretenía con ellos hablando dé cosas espirituales. Poco a poco los discípulos en una iglesia, y al fin la concurrencia creció tanto, que se hizo necesario distribuirla en grupos, al frente de los cuales puso el maestro a uno de sus discípulos más aprovechados. Así nació el instituto del Oratorio, sin más reglas que los cánones, sin más votos que los compromisos del bautismo y de la ordenación, sin más vínculos que los de la caridad. Las reuniones empezaban siempre con una lectura; a continuación venía el comentario del que presidía; después empezaba una enseñanza dialogada, y, finalmente, uno de los ayudantes del santo, al principio César Baronio, recordaba algún punto de Historia eclesiástica y sacaba de él la enseñanza teológica o moral. La Congregación del Oratorio quedó establecida definitivamente en 1575.
«Tengo miedo a engordar.» Tuvo el don de milagros y el de lágrimas. Sus ojos parecían hechos para llorar. Lloró tanto, que todos se extrañaban de que conservase la vista. Cuanto más subía a los ojos de los hombres, más bajaba a sus propios ojos. «Señor—decía—, guardaos de mí; si no me sujetáis bien con vuestra gracia, os haré traición hoy mismo, y cometeré yo solo los pecados del mundo entero.» Espíritu lleno de suavidad, Dios le dio la gracia de una muerte dulce y tranquila. «Hay que morir», repetía en sus últimos días. El 25 de mayo de 1595 dijo la misa como de ordinario; confesó, rezó y comió como de costumbre. Después abrazó a sus discípulos y se retiró a acostar. Aquella noche preguntó « ¿Qué hora es» «Las tres», le respondieron. «Tres y dos, cinco—murmuró él—; tres y tres seis; después, la partida.» A las cinco se levantó y empezó a pasear por la habitación; y algo después volvía a echarse en el lecho para no levantarse más. Eran las seis de la madrugada. |
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